De una pastoral de conservación a una pastoral misionera
“Jesús, al
llamar a los suyos para que le sigan, les da
un encargo muy preciso: anunciar el Evangelio del Reino a todas las
naciones (Cfr. Mt. 28, 19; Lc. 24,
46-48). Por esto, todo discípulo es misionero, pues Jesús lo hace partícipe
de su misión, al mismo tiempo que lo
vincula a Él como amigo y hermano…
Cumplir este encargo no es una tarea opcional, sino parte integrante de la identidad cristiana, porque es la extensión testimonial de la vocación misma” (144)[1]. “Discipulado y misión son
como dos caras de una misma medalla” (146).
La reflexión
teológica sobre la misión evangelizadora de la Iglesia viene de lejos y
Aparecida no elabora propiamente una
teología de la misión. Recibe la herencia.
Su novedad está en el llamado entusiasmado y entusiasmante, apremiante e
insoslayable a la misión.
Se realiza un cambio de “clave” pastoral, se enfoca una nueva perspectiva que “exige pasar de
una pastoral de mera conservación a una
pastoral decididamente misionera” (370). Un sereno y lucido análisis de nuestra pastoral nos muestra que la mayor parte del tiempo, de las personas y
de los medios se dedican a cuidar a los
que ya están dentro, más o menos
cercanos. Se trata ahora de invertir la prioridad, la clave, el tiempo y las
energías.
Y no es que
dejemos 99 ovejas en el redil para buscar una perdida sino que las ovejas que están fuera son mayoría.
La Iglesia es
misionera, enviada siempre más allá de
sí misma, y de lo ya logrado. Necesitamos ardor, audacia y confianza para salir
a los alejados, indiferentes, nuevos ambientes
apenas evangelizados, lugares donde se fragua la nueva cultura, grandes poblaciones marginales de
las ciudades. “Necesitamos salir al encuentro de las personas, las familias,
las comunidades y los pueblos… No podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva
en nuestros templos sino acudir en todas las direcciones…” (548).
Esto nos va a
exigir “profundizar y enriquecer las razones
y motivaciones que permitan
convertir a cada creyente en un
discípulo misionero” (362). Un cambio tal necesita motivaciones hondas. “La
Iglesia necesita una fuerte conmoción
que le impida instalarse en la comodidad, el estancamiento y la tibieza” (362).
Esta
“conmoción” debe afectar a todos los
discípulos misioneros: “obispos, presbíteros, diáconos permanentes, consagrados y consagradas,
laicos y laicas” (366). Es toda la Iglesia la
que se pone en actitud, en estado y
en dinamismo permanente de misión. Y
de manera especial los laicos,
que son quienes viven más insertos en
las realidades sociales, políticas, laborales y familiares (Cfr. 213, 371).
Una apasionada
conversión personal a la misión es
verdadera cuando termina “impregnando todas las estructuras eclesiales y todos
los planes pastorales de las diócesis, parroquias, comunidades religiosas,
movimientos y de cualquier institución
de la Iglesia” (365)
Los obispos
hemos lanzado este proyecto. ¿Seremos capaces de despertar el espíritu
misionero, de motivar a los inmediatos colaboradores, de abandonar estructuras
caducas, de estar al lado de los pobres, en todos los lugares pero
especialmente en las grandes barriadas, colonias o favelas marginales de modo
que ellos mismos sean “sujetos de la evangelización” (398)?
No quiero
echar un jarro de agua fría ante tal derroche de entusiasmo, del que yo
mismo me siento contagiado, pero sí es
conveniente añadir que un cambio pastoral tan
profundo y global encontrará resistencias y dificultades en las personas y en las
estructuras. Requiere audacia y paciencia, alegría y esperanza, actitud de apertura, de diálogo y de disponibilidad.
Y la convicción de que no será obra del
esfuerzo humano sino fruto de la acción
del Espíritu Santo. “Necesitamos un nuevo Pentecostés” (548). “¡Esperamos un
nuevo Pentecostés!” (362).
+ Ángel Garachana Pérez, CMF
Obispo de San Pedro Sula
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