La misión: gratitud y alegría desbordantes
Todo discípulo es misionero
Los que
escucharon las palabras de verdad y de vida que salieron de la boca de Jesús,
los que experimentaron los efectos saludables de verle, oírle y tocarle no se
callaron sino que dieron gloria a Dios y difundieron las noticias con grandes
muestras de admiración.
Jesucristo, a
los que llamó para que le siguieran, los envió a anunciar el Reino. A los que hizo sus amigos íntimos los hizo
también sus cooperadores en la misión. A
quienes hizo sus discípulos les encargo hacer nuevos discípulos de todos los
pueblos.
La misma llamada
de Jesús vincula a su persona y a su causa: el anuncio del Reino de Dios. La
escucha de su Palabra hace discípulos y mensajeros, oyentes y anunciantes. El
seguimiento de Jesús es adhesión a su
persona y colaboración en su misión. “Por eso, todo discípulo es misionero”
(DA. 145). “Discipulado y misión son como dos caras de una misma medalla” (DA.
146).
Anunciar a Jesucristo
La Iglesia,
comunidad de discípulos misioneros, ha
recibido un encargo bien preciso: anunciar a Jesucristo. “No tenemos
otro tesoro que éste” (DA. 14), ni otro nombre en quien podamos ser salvados,
ni otro Camino para tener vida plena en
Dios.
“La gran novedad
que la Iglesia anuncia al mundo es que Jesucristo, el Hijo de Dios hecho
hombre, la Palabra y la Vida, vino al mundo para hacernos “partícipes de la
naturaleza divina” (2 Ped. 1, 4) partícipes de su propia vida. Es la vida
trinitaria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, la vida eterna” (DA. 348).
No hay misión
completa mientras no se anuncie “el nombre, la doctrina, la vida, las promesas,
el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios” (EN 22). Todo arranca
de la persona de Jesucristo y todo lleva hasta Él.
Hoy repetimos las
palabras de Pedro y Juan: “no podemos dejar de proclamar lo que hemos visto y
oído” (Hech. 4, 20), no obstante todas las dificultades, resistencias o
indiferencias. La alegría que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo…,
deseamos que llegue a todos los hombres
y mujeres heridos por las adversidades; deseamos que la alegría de la
buena noticia del Reino de Dios, de Jesucristo vencedor del pecado y de la
muerte, llegue a todos cuantos yacen al borde del camino, pidiendo limosna y
compasión” (DA. 29). La gozosa y transformadora experiencia del conocimiento de
Jesucristo queremos compartirla con los demás, para que también ellos abran las
puertas de su corazón a Jesucristo. Hacemos nuestras las palabras de la primera
carta de San Juan: “lo que hemos visto y
oído se lo anunciamos para que también ustedes estén en comunión con nosotros.
Nosotros estamos en comunión con el
Padre y con su hijo Jesucristo” (1 Jn. 1, 3)
“Desborde de gratitud y alegría”
La
evangelización, el anuncio de la buena nueva de Jesucristo, no es para nosotros
una carga, una obligación que nos viene de fuera, como si fuera extraña a nuestra identidad cristiana, sino que es
como un “desborde de gratitud y alegría” (DA. 14). La alegría de la fe es
difusiva, pertenece a su esencia hacerse “testimonio y anuncio”, como pertenece
a la esencia del perfume exhalar su agradable olor. San Pablo mismo empleará esta comparación cuando escribe a
comunidad de Corinto: “gracias sean dadas a Dios que, valiéndose de nosotros,
esparce en todo lugar la fragancia de su
conocimiento. Porque nosotros somos para Dios el buen olor de Cristo” (2 Cor.
2, 14-15)
Cuanto más crece
la conciencia, gozosa y agradecida, de
pertenencia a Cristo, más se intensifica el ímpetu de darlo a conocer
(DA. 145). Sólo el debilitamiento de la
fe o el oscurecimiento del “valor Jesucristo” explican la falta de ardor
misionero. Aparecida ha querido removernos la conciencia y el estilo de vida para que no nos instalemos
cómodamente en la rutina o amarremos la barca en puerto seguro por miedo a las
olas de altamar. Por tres veces en el mismo párrafo habla de la “necesidad” de una revitalización
misionera. “Necesitamos desarrollar
la dimensión misionera de la vida en Cristo. La Iglesia necesita una fuerte
conmoción que le impida instalarse en la
comodidad, en el estancamiento y en la tibieza, al margen de los pobres del
Continente. Necesitamos que cada comunidad cristiana se convierta en un
poderoso centro de irradiación de la vida en Cristo” (DA. 362).
+ Ángel Garachana Pérez, CMF
Obispo de San Pedro Sula
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