No bajo el temor sino bajo el amor


Por la naturaleza de mi trabajo pastoral tengo la oportunidad de hablar con las personas de su vida cristiana, de sus sentimientos religiosos, de su experiencia de Dios, de la importancia e influencia de la fe en su vida. He observado que hay personas que viven su relación con Dios más desde el temor y el miedo que desde la confianza y el amor. Tienen interiorizada en su inconsciente la imagen de un Dios justiciero y hasta castigador. Más de una vez habremos oído que una madre o persona mayor dice a un niño: “no hagás eso que Dios te va a castigar”.

Te invito a acompañarme por el camino de esta reflexión para que comprendas que ya no estamos bajo el temor sino bajo el amor o para que te reafirmes en ello si tal es ya tu convicción y experiencia.

Hijos de Dios por el Espíritu

Por la fe y el bautismo hemos recibido el Espíritu de Jesucristo. Este Espíritu “no es un espíritu de esclavos para recaer en el temor sino el espíritu de hijos, por el cual llamamos a Dios “Abba”, Padre. El mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (Rom. 8, 14-16).

Si somos hijos ya no podemos vivir en el temor servil, de esclavos, sino en el amor filial. “El amor perfecto expulsa el temor, porque este sólo mira el castigo, y el que teme no ha logrado la perfección en el amor” (1 Jn, 4, 18).

Tenemos pleno derecho a vivir en el amor filial ya que somos hijos porque Dios nos ama: “Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos suyos, ¡pues lo somos!” (1 Jn. 3, 1). Más aún, ser hijos es precisamente participar del amor de Dios. Dios nos hace hijos dándonos su amor: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom. 5, 5).

Así se ha cumplido la oración de Jesús: “yo les he dado a conocer tu nombre, para que el amor con que Tú  me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn. 17, 26).

Estas realidades son tan inefables que al hablar de ellas tenemos el peligro de vanalizarlas, de no creerlas de verdad, de recibirlas como una mera “información” y no como verdades que afectan profundamente a nuestra vida, la llenan de admiración, de gozo y de agradecimiento, y la cambian por completo.


Donde hay amor hay libertad

¡Qué lejos estamos de toda vida cristiana legalista y de todo amoralismo anárquico! Estamos en la espiritualidad del amor de Dios mismo y, por tanto, en el campo de la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Escribe San Pablo: “Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2 Cor. 3, 17). Nosotros ahora podemos decir: donde hay amor hay libertad, en cuanto el que obra por amor, obra libremente.

En este sentido, nada mejor que recoger las afirmaciones insuperables de dos grandes teólogos y santos para apoyar lo que venga diciendo.

Dice San Agustín: “ama y haz lo que quieras”, pues “la ley del amor es la ley de la libertad”

Comenta Santo Tomás: “el amor de la caridad da la libertad de los hijos de Dios”. Y ofrece esta explicación: “Hay que subrayar que los hijos de Dios son movidos por el Espíritu Santo, no como esclavos, sino como libres. Puesto que la definición de ser libres es: aquel que es causa y dueño de sus actos, hay que concluir que obramos  libremente cuando obramos por nuestra cuenta, por una decisión personal, dicho de otra manera, voluntariamente… Pues bien, el Espíritu Santo, haciendo de nosotros los amigos de Dios, nos inclina a obrar de tal  modo que nuestra acción sea voluntaria. Y por tanto, los verdaderos hijos de Dios, que somos nosotros, somos movidos por el Espíritu Santo con entera libertad, ya que Él nos hace obrar por amor y no servilmente por temor”.




+ Ángel Garachana Pérez, CMF
Obispo de San Pedro Sula

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