El obispo en la casa-iglesia
También Jesús
tuvo su casa. La Palabra
eterna que estaba junto al Padre se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn, 1,
14), con sus padres María y José, en Nazaret. (Lc 2, 51). Y en la casa, ámbito
de protección y de preparación, santuario de amor y de vida, taller y escuela de personalización, fue creciendo en
estatura, en sabiduría y en gracia, ante Dios y ante los hombres. (Lc 2,52).
Hasta que llegó el momento de
dejar la casa, no para casarse y fundar un nuevo hogar
sino para comenzar su ministerio (Lc. 3,23), el anuncio del Reino de Dios
y para formar una nueva familia basada,
no en la carne y la sangre, sino en el
cumplimiento de la voluntad del Padre
que está en los cielos. Alguien le dijo a Jesús: “¡Oye!, ahí fuera están tu
madre y tus hermanos que quieren hablar contigo”. Respondió Jesús
al que se lo decía: “¿Quién es mi madre
y quiénes son mis hermanos?”. Y
señalando con la mano a los discípulos dijo: “Estos son mi madre y mis
hermanos. El que cumple la voluntad de
mi Padre que está en los cielos, ese es
mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt. 12, 46-50).
Así, Jesús a quienes dio su Palabra, les dio también casa y familia. La nueva casa familiar es la iglesia, la comunidad de
discípulos, el coro de personas que
cumplen con Él la voluntad del Padre. Jesús está en medio de esta nueva familia como el que cuida, enseña y
sirve. Es al mismo tiempo hermano mayor, amigo íntimo, servidor y señor.
El mismo Jesucristo quiso dejar a su familia el ministerio de los obispos. Ellos forman parte
de la familia como discípulos del Señor
pero a la vez hacen las veces de Cristo para el buen gobierno de la casa. “Los
obispos rigen, como legados y vicarios
de Cristo, las iglesias particulares que se les han encomendado” (LG.
27).
Por tanto, “han de tener siempre ante sus ojos el ejemplo de Jesús” (LG.
27) para reproducir sus sentimientos y
comportamientos. Se portarán como
“verdaderos padres” animados por el espíritu de amor y solicitud hacia todos
(Ch. D. 16), como “buenos pastores” que
conocen a los suyos y dan la vida
por ellos (LG. 27; CH. D. 16), como “humildes siervos” de sus hermanos, considerando que el que es el mayor
ha de hacerse como el menor y el que
ocupa el primer puesto como el servidor (LG. 27; CH. D. 16).
Mi nombramiento de obispo
Yo, obispo de San Pedro Sula, he
querido estar en medio de esta familia diocesana con sencillez, con humildad y cercanía, como Jesús. Jesús no se mantuvo
distanciado sino que se acercó a
todos de modo que hubo momentos que la gente lo apretujaba (Mc. 5, 24. 31). Se presentó
manso y humilde hasta el punto que ni
los niños (Mt. 19, 13) ni los pobres leprosos tenían miedo a acercarse (Mt. 8, 2).
Les digo la verdad y no miento. No tengo pretensiones de grandeza ni
encumbramiento. Quiero estar con todos: arriba, en medio y abajo. Preferentemente con los de abajo y,
desde ellos, con todos. La dignidad
episcopal no se pierde abajándose y
acercándose sino que se recupera ya que no hay
mayor dignidad que el amor y el servicio al pobre.
Me atrae también la dimensión
fraternal del ministerio apostólico. Jesús, en el texto ya citado, afirma
una nueva fraternidad con Él y, consiguientemente, en Él. “Estos son mis
hermanos”. Y lo vuelve a repetir cuando
dice a Magdalena: “Anda, vete y diles a
mis hermanos que voy a mi Padre que es
vuestro Padre” (Jn. 20, 17). Cristo es el Hermano mayor, el que ha iniciado y consumado el nuevo camino
de la fe hacia el Padre, el “primero de la caravana” que, por su muerte y
resurrección, lleva a la humanidad a la salvación. “Por eso, no se avergüenza de llamarnos hermanos” (Heb.
2, 10-11).
Quiero acentuar esta forma de autoridad
episcopal. La que se realiza como fraternidad y cercanía, como diálogo y
colaboración, como caridad y servicio, como animación de las personas y promoción de los organismos comunitarios.
La cercanía fraterna lleva al servicio, a causa de Jesucristo y a imagen de
Jesucristo, modelo supremo para el obispo. A veces, se ha explicado y vivido el
episcopado como un “honor”. La alocución del
Ritual de la Ordenación de Obispos dice que “el episcopado es un
servicio, no un honor”. Puedo añadir: es un honor cuando es un servicio. El
honor de servir.
Es fácil decir esto. Pero vivirlo es “harina de otro costal”. Aquí sí
que “del dicho al hecho hay gran
trecho”. Yo no he sentido la tentación del orgullo sino del abandono: “no
valgo, no sé, no puedo”. A veces la tensión, la impotencia, la indignidad
ocupan tan amplia y vivamente el primer plano de la experiencia que pierdo
la visión de conjunto y en profundidad.
Pero he de ser sincero conmigo mismo y
con Dios, desenmascarar la tentación y vencerla. Rehuir
este servicio sería una
falsificación de la humildad y una coartada de la falta de confianza en Dios. ¿Recuerdan lo que les
dije el día de mi ordenación? “No me pertenezco,
les pertenezco”. Sí, la verdadera humildad y la libertad liberadora es
“ser-para-los demás”.
+ Ángel Garachana Pérez, CMF
Obispo de San Pedro Sula
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