Aprender a ejercitar la esperanza
La segunda carta
pastoral que nos ha escrito el Papa Benedicto XVI trata de la esperanza (Spe
Salvi). Y verdaderamente necesitamos ejercitar la esperanza, ser animados en el camino de la esperanza porque la impaciencia y el desaliento se nos pegan al
alma como el polvo al cuerpo sudoroso.
Los obispos de Honduras también escribimos una
carta hace dos años y medio titulada “Por los caminos de la esperanza”.
Vivimos tiempos recios, dramáticos,
situaciones de prueba dura, callejones sin salida. Por eso es más urgente
esperar. “La paradoja de la esperanza es que se hace más viva cuando todo
parece más muerto, se nos hace más necesaria cuando las puertas
parecen estar cerradas” (Jaume Botey, “Construir esperanza”). El “yo espero” tomado en toda su
fuerza es inseparable de su contexto de prueba, aunque no es menos cierto que la situación
trágica es también el contexto de la
desesperación. “Sus condiciones de posibilidad coinciden”. Y la esperanza sólo
brilla en todo su esplendor cuando vence la tentación de desesperación.
(Gabriel Marcel, “Homo viator”).
Podemos
distinguir en la carta cuatro grandes cuestiones en torno a las cuales gira la
enseñanza del Papa: el contenido de la esperanza basada en la fe, el carácter
comunitario de la esperanza cristiana, la relación entre la esperanza cristiana
y el progreso humano en la historia y, finalmente, los lugares donde aprender y
ejercitar la esperanza.
Los invito a
entrar en estos lugares donde se forja la esperanza.
En la escuela-taller de la oración
“Un lugar
primero y esencial de aprendizaje de la
esperanza es la oración” (SS 32). La oración es un acto audaz de esperanza.
Cuando parece que todo lo de este mundo “ya no…”, Dios “todavía sí…”. Cuando ya nadie me
escucha, me ayuda, me acompaña,… Dios todavía me escucha, me ayuda, está a mi
lado.
La oración
ensancha el corazón, purifica el deseo y sus expectativas, desenmascara
nuestras autojustificaciones. Dios es más que nuestros deseos, más que nuestras
expectativas, más que nuestro corazón. La oración dilata la esperanza a la
medida del corazón de Dios y la
esperanza mantiene de rodillas al orante
aunque parezca que sus deseos y
peticiones no se realizan.
Y cuanto más nos
abrimos a Dios, en libertad interior, más nos hacemos “capaces para los demás” e “idóneos para mejor servir
a los hombres”.
De este modo la
oración es un ejercicio de esperanza y la esperanza mantiene viva y ardiente la
oración. Así “nos hacemos más capaces de
la gran esperanza y nos convertimos en ministros de la esperanza para los
demás” (SS 34).
En la escuela-taller de la acción
“Toda acción
seria y recta del hombre es esperanza en acto” (SS 35). Esperar es actuar para
alcanzar lo esperado sea realizar alguna tarea importante para el porvenir de
nuestra vida o colaborar con nuestro esfuerzo por alcanzar condiciones de vida
más justas y pacíficas.
Pero en la misma
acción experimentamos frustraciones y fracasos personales y sociales, la limitación de lo logrado en cada momento y
de lo que podemos esperar del recurso humano político y económico. ¿No cabe
esperar más? ¿No hay nada en la realidad que me permita abrirle un crédito
mayor? La esperanza implica justamente ese
crédito. “A pesar de todas las frustraciones, mi vida personal y la
historia en su conjunto están custodiadas por el poder indestructible del Amor”
(SS 35).
Esta esperanza
es la que nos da ánimo y serenidad
para continuar actuando y no caer en la
pasividad más enervante. La esperanza es creadora, la desesperanza es inactiva
y lleva a la inanición. “Así, por un lado, de nuestro obrar brota la esperanza
para nosotros y para los demás; pero al mismo tiempo, lo que nos da ánimo y
orienta nuestra actividad, tanto en los momentos buenos como en los malos, es
la gran esperanza fundada en las promesas de Dios” (SS 35).
+ Ángel Garachana Pérez, CMF
Obispo de San Pedro Sula
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