De dónde vengo


Aunque como misionero tengo un corazón “universal” y la casa de mi espíritu tiene ventanas a los cuatro vientos, no olvido mis raíces familiares y geográficas. Ellas explican, en parte, mi manera de ser y sentir.

En cierta ocasión, en la colonia Jardines del Valle de San Pedro Sula, un niño de tres o cuatro años me pregunta: “Monseñor, ¿usted ha venido del cielo?” ¡Qué pregunta! ¿Verdad? Su mamá le había explicado que el obispo representa a Jesús. Y él sacó la consecuencia: luego, “¿usted ha venido del cielo?”.

No, no he venido del cielo aunque  tenga que ser “un cielo”. Todos los sacerdotes  tenemos nuestra herencia genética y cultural. Y yo tengo el rostro de mi padre y el cabello blanco de mi madre. Un toque  del orgullo disimulado de mi padre y la religiosidad de mi madre. La dureza de la tierra serrana y la limpieza de su cielo azul. La querencia de la popular y las formas de una buena educación del seminario.

Vine a la luz de este mundo un tres de septiembre  del año 1944. Me contaba mi madre que no quería venir. Parece ser  que me encontraba muy bien en el seno materno. Siempre me encontré muy bien junto a mi madre. Aunque los años de presencia física al lado de la familia  no han sido muchos.

A los 14 años, terminada la escuela, ingresé al seminario claretiano de Beire (Navarra). Que ¿por qué con los claretianos? Porque me atraía un misionero claretiano de mi pueblo, su forma de celebrar la misa y de predicar. Quisieron llevarme otros “frailes”, pero yo les dije que no.

Desde que tenía “uso de razón” quise ser sacerdote y empecé a aprender ayudando a misa, desde los ocho años, al cura de mi pueblo, Don Virgilio, cuando la misa era en latín.  De memoria me aprendí las respuestas:  sacerdote: “Introibo ad altare Dei”. Monaguillo: “Ad Deum qui laetificat juventutem meam”, etc.

La vida de un niño  en un pueblo de la Castilla serrana en los años cuarenta y cincuenta era pobre, sencilla, trabajadora y familiar. Aún me recuerdo de los efectos del “racionamiento” y de la cartilla de comprar a fiado.

Cierro los ojos y me veo en la cocina, alrededor  del fuego con chimenea de campana ¡Cuántas horas en los duros inviernos de la Sierra de la Demanda! En la cocina me impregné del calor familiar, se grabaron en mi corazón las oraciones: “Jesusito de mi vida…”, “Ángel de la guardia…” y aprendí a leer.

Para mis padres la escuela era sagrada. A pesar del trabajo, nunca permitieron que perdiera ni un día de escuela. Y aún recuerdo la regañada de mi padre porque una mañana  de nieve en el recreo un grupo de niños nos fuimos  a las Rasillas a jugar a la caza del jabalí y no regresamos a la escuela.

Mis padres me enseñaron a unir casa, iglesia, escuela, trabajo y juegos en buena armonía. Había tiempo  para todo, para ir de mañanita a  ayudar a misa a D. Virgilio,  asistir a la escuela y, al salir a las cinco de la tarde, marchar corriendo para ayudar en el campo, pasando antes por el frontón de pelota.

Nunca me ha asustado el trabajo, ni me he hecho el remolón. Nueve años tenía yo y ocho mi hermano Luis cuando nos compró mi padre la primera hoz y la zoqueta. Y aún tengo la marca en la espinilla de la pierna izquierda de la primera y única vez que me corté con la hoz. Me gustaba segar a hoz, incluso de seminarista y sacerdote, tanto como jugar a la pelota. ¡Y los de mi pueblo saben bien de mi afición a la pelota a mano!

Y a los 14 años, cuando ya era un hombrecito, con pantalones bombachos y con capacidad para ir a trabajar a tiempo completo en el campo o a jornal, agarré una maleta de pino que me hizo mi tío José, monté a caballo y con mi padre fui a Canales de la Sierra, a 14 Km, para tomar el “coche de línea” que me llevaría a Logroño y ahí el tren que me dejaría, con un montón de muchachos, en la estación de Beire, para iniciar el camino que me llevaría a ser sacerdote, misionero Hijo del Inmaculado Corazón de María o Misionero Claretiano.




+ Ángel Garachana Pérez, CMF
Obispo de San Pedro Sula

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