El tesoro escondido
Las narraciones
de viajes y aventuras en busca de tesoros escondidos forman parte de la
tradición oral y de la literatura escrita de los pueblos. Aún perdura en el
lugar donde nací la leyenda de que en un pequeño montículo de “Campozares” hay
una piel de toro enterrada, envolviendo un tesoro de monedas de oro. La leyenda
habla de luchas entre “moros y cristianos”
y el antiguo nombre toponímico sería “campo de azares”, porque allí tuvo
lugar una de las batallas.
El mismo Jesús
usó la imagen del tesoro escondido en
una de sus parábolas. Las numerosas
guerras que afectaron a Palestina en el correr de los siglos, por el lugar estratégico que ocupaba
entre Egipto y Mesopotamia, obligaban a esconder bajo tierra los tesoros cuando
los ejércitos invadían el territorio y arramblaban con todo. Los tesoros escondidos son un tema
predilecto del folklore oriental.
“Sucede con el reino de los
cielos, lo que con un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo deja
oculto y, lleno de alegría, va, vende todo lo que tiene y compra aquel campo” (Mt. 13, 44)
Ordinariamente
se ha entendido esta parábola como si Jesús desarrollase en ella las exigencias
y las renuncias que conlleva una entrega
sin reservas. Pero las palabras decisivas son “lleno de alegría”. “Cuando la
gran alegría, que sobrepasa toda medida
embarga a una persona, la arrastra, abarca lo más íntimo, subyuga el sentido.
Todo palidece ante el brillo de lo encontrado. Ningún precio parece demasiado
alto. La entrega insensible de lo más precioso
se convierte en algo evidente. Lo decisivo no es la entrega del hombre de la parábola sino el motivo de
su decisión: el ser subyugado por la
grandeza de su hallazgo. Así ocurre con
el reino de Dios. La Buena Nueva de su llegada subyuga, proporciona una gran
alegría, dirige toda la vida a la consumación de la comunidad divina, efectúa
la entrega más apasionada” (J. Jeremías, “las parábolas de Jesús”, Verbo Divino
, p. 243-244)
Con frecuencia
la vida cristiana es presentada más desde las exigencias morales que desde la
gracia desbordante de Dios, más como esfuerzo que como encuentro subyugador,
más como ascesis que como alegría inusitada. Y sin embargo, en la experiencia
cristiana lo primero es la admiración, el deslumbramiento, el estupor por el don del tesoro que nos es regalado: el
Reino de Dios, es decir, Dios mismo amando activamente, misericordiosamente. Del estupor se pasa a la alegría: cantos,
saltos, risas, lágrimas de alegría. ¡Un pobre jornalero del campo que encuentra
un gran tesoro!
¿Tenemos los
cristianos el corazón y rostro de quien
ha encontrado en Jesucristo “al único necesario”, “el tesoro” de su vida”? ¿Podemos
decir como San Pablo: “para mí la vida es Cristo” (Fil. 1, 21) y “nada vale la
pena si se compara con el conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por Él he
sacrificado todas las cosas” (Fil. 3, 8)? ¿Nos vemos reflejados en la experiencia del campesino asalariado
que se hace con el campo donde hay un
maravilloso tesoro escondido?
El documento de
Aparecida es una proclamación y testimonio de la alegría, profunda y
comunicativa, de ser discípulo misionero de Jesucristo. “Conocer a Jesucristo
por la fe es nuestro gozo y seguirlo es una gracia” (DA 18). Ser cristiano no es una carga sino un don
maravilloso, no es una cadena sino una liberación completa, no es una maldición
sino la mejor bendición. Por eso, “en el encuentro con Cristo queremos expresar
la alegría de ser discípulos del Señor y de haber sido enviados con el tesoro del Evangelio”
(DA 28). Nos ocurre como a los primeros discípulos de Jesucristo. “Quienes se sintieron atraídos por la
sabiduría de sus palabras, por la bondad de su trato y por el poder de sus
milagros, por el asombro inusitado que desbordaba su persona, acogieron el don
de la fe y llegaron a ser discípulos de Jesucristo” (DA 21).
Y “deseamos que
esta alegría llegue a todos los hombres y mujeres heridos por las adversidades;
deseamos que la alegría de la buena
noticia del Reino de Dios, de Jesucristo, vencedor del pecado y de la
muerte, llegue a todos cuantos yacen al
borde del camino, pidiendo limosna y compasión” (DA 29). La misión es un
“desborde de gratitud, alegría y esperanza” (Cfr. DA. 14, 549).
Yo me adhiero al
testimonio de la Iglesia Latinoamericana reunida en Aparecida y proclamo que “conocer a Jesucristo es el
mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros
es lo mejor que nos ha ocurrido en la
vida, y darlo a conocer, con nuestra palabra y obras, es nuestro gozo” (DA. 29).
+ Ángel Garachana Pérez, CMF
Obispo de San Pedro Sula
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